En Imbabura, los mitos y las leyendas son parte de la cultura de este territorio. Las creencias y sin duda cada historia hace de este lugar mágico y especial.  


EL VOLCÁN ENAMORADO

Cuentan en la comunidad la historia del cerro Imbabura y del cerro Cotacachi. El Imbabura, grande e imponente, era considerado por todos los habitantes de la Pachamama como un padre sabio, y como tal, se levantaba todas las mañanas para vigilar a que cada uno cumpliese con su función. Taita Imbabura, así le decían, cuidaba para que el río llevase sus aguas en la justa dirección, ni muy rápido, ni demasiado lento, y controlaba a que el viento no perdiera mucho tiempo al pararse a hablar con los árboles de la montaña, y veía si todo hombre y mujer cumpliese con sus deberes, como la siembra, la cría de los animales, la familia. Por respeto a su sabiduría, y también un poco por miedo a alguna punición que el volcán podía darles, todos realizaban así los trabajos correspondientes.

No pocas veces, por faltas a las tareas, Imbabura le había mandado heladas o cosas parecidas. Mucho trabajo entonces tenía el alto cerro, que casi no tenía tiempo libre para sí mismo. Pero un día como muchos otros, decidió de declarar su amor hacia Cotacachi, la única y linda montaña que siempre había amado, desde cuando los dos eran pequeños montecitos sin mucha experiencia, y ya jugaban juntos.

Ese día soleado de agosto, mientras el aire levantaba el olor de la tierra recién roturada, fue cuando el Imbabura se presentó delante de su amado cerro con una masita de flores de campo, y después de haberle revelado cuan grande era su sentimiento, le comunico el deseo de casarse con ella. Al oír estas palabras, un poco sorprendida pero también contenta, Cotacachi, haciendo un poco temblar sus quebradas por la emoción, contesto que ella también estaba enamorada y que habría sido feliz de ser su esposa. Desde aquel día, cada vez que los dos volcanes se visitaban, se dejaban el uno a la otra un poquito de nieve de sus cumbres.

Después de poco tiempo del matrimonio, las dos montañas se unieron y de esa unión nació el monte Yanaurcu. Con el pasar de los años el Imbabura, ya un poco anciano y con muchos años de trabajo a cuesta de sus espaldas rocosas, empezó a sufrir de fuertes dolores de cabeza, que a veces duraban por días y días. Por eso su cumbre se cubría de nubes. No obstante eso, del matrimonio de taita Imbabura y mama Cotacachi, se esparció por todos los valles alrededor, un sano aire de amor y confianza. Se dice que el viento que al anochecer se levanta hasta las comunidades más altas, son los besos de buena noche que las dos montañas enamoradas se envían con un soplo.

EL LECHERO Y LA LAGUNA DE SAN PABLO

Hace muchos años atrás, los campos alrededor del Imbabura se habían secado, no llovía desde hace algún tiempo, el maíz se estaba secando, los indígenas de la zona se reunieron a discutir la situación y concluyeron que el Taita Imbabura estaba enojado.

Para quitarle el enojo decidieron sacrificar a Nina Packcha, la joven más bella del pueblo. Pero ella estaba enamorada de Gualtalquí, un joven de su comarca, los dos huyeron al saber la decisión de los caciques, pero el pueblo logró capturarlos y el Taita Imbabura al ver el espanto de aquel crimen que el pueblo quería hacer con la pareja escogió a Nina y la convirtió en una enorme laguna (San Pablo) y a su novió le convirtió en un árbol a las orillas del lago que se llamó El Lechero. Con esto el Taita Imbabura inmortalizó el amor de la pareja con estos eternos seres de la naturaleza.

 

TAITA IMBABURA ANDARIEGO Y ROMANTICO


Los pocos que han visto a Taita Manuel Imbabura afirman que es un anciano majestuoso, de piel clara con barba larga y cabellos largos. Viste túnica, gorro azul y, a veces, luce sombrero blanco y botas negras. Aparece y desaparece sin previo aviso, apoyado siempre en una rama de tocte que tiene grabados signos cabalísticos y con la que opera prodigios

Cuando los tiempos eran tempranos y los soles besaban amorosamente la tierra, Manuel se enamoró apasionadamente de Maria Isabel Cotacachi; amaba en ella su altiva corona de rocas y nieves. Se conocieron cuando el varonil Manuel cazaba venados. En cierta ocasión los animales se refugiaron en las nieves de Cotacachi y fue entonces cuando la vió y se rindió a sus pies. El amor correspondido fue intenso y volcánico.

Durante el día el arco iris transportaba sus mensajes románticos y en las noches tormentosas, los rayos fulgurantes se encargaban de transmitir los ardores amorosos de los dos colosos. Tuvieron tres hijos, tres picachos que permanecen junto a la madre, al lado norte de la montaña. Marido y mujer se visitaban todas las noches.

Otra leyenda de la cosmología mítica de la zona cuenta que el Taita es poseedor de todo el volcán que, en sí, es él mismo y que tiene en su interior una hacienda a la que se llega sólo accidentalmente porque abundantes matorrales ocultan la entrada; encontrarla es obra de la casualidad o de la voluntad del Taita. Quienes lo han hecho han descubierto huertas de nabos, de "orejas de conejo" y extensos trigales bien cuidados. En este territorio domina el Taita, señor alto, de rostro blanco y ojos azules, se cubre con poncho, sombrero y botas. No siempre permanece en el interior del volcán, sale a caminar con frecuencia por los senderos del monte y, a veces, llega hasta las calles de Otavalo.


Entonces se viste de "natural" y nadie se da cuenta de sus verdaderas personalidades, pero la mágica presencia no logra pasar desapercibida del todo, espíritus susceptibles a lo sobrenatural lo distinguen, y cuando ha pasado comprenden que fue el Taita a quien encontraron y escucharon.

Certifican que fue él porque va dejando "presentes" muy especiales, ya que cuando se encuentra
en parajes abandonados con muchachas hermosas, las embaraza y los niños nacen con cabello y pestañas albinas y ojos enrojecidos. Son "travesuras" del Taita que no logra dominar su enamoradizo corazón.

 

LA CAJA RONCA

 

Había una vez en San Juan Calle un chiquillo curioso que quería saber en qué sueñan los fantasmas. Pues este pequeño había escuchado sobre unos aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie supiera quiénes eran, pero que de seguro no pertenecían a este Mundo.

-¡Ay Jesús!, decía Carlos, ojalá no salgan la noche en que tengo que regar la chacra. Sin embargo, este muchacho de 11 años era tan preguntón que se enteró que las almas en pena vagaban a medianoche para asustar a todos los que salían. Estos seres, según decían, penaban porque dejaron enterrados fabulosos tesoros y hasta que alguien los encontrara no podían ir al cielo.

Estos entierros estaban en pequeños baúles de maderas duras para que resistieran la humedad de las paredes.

Carlos moría de ganas de conocer a esas almas en pena, aunque sea de lejos y fue a la casa de su amigo Juan José para que lo acompañara al regadío.

-          ¡Qué estás loco!, dijo Juan José.

Yo estaba en el barrio cuando hablaron de la Caja Ronca, que era como habían denominado a esa procesión fantasmal.

-          No seas malito, le dijo Carlos.

Y luego de insistir, los dos chicos caminaron hasta el barrio San Felipe. Empezaron a regar los sembríos y después prendieron una fogata y esperaron que el tiempo transcurriera, eso sí evitando hablar de la temible Caja Ronca.

Atraídos por la magia del fuego no tardaron en dormirse, mientras un ruido pareció entrar por el portón del Quiche Callejón. Despertaron y el sonido se hizo cada vez más fuerte. Entonces se acercaron a la hendidura y lo vieron todo: Un personaje extraño rodeado de fuego daba órdenes a sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose.

Los curiosos estaban pegados al portón como si fueran estatuas. Y entonces la puerta sonó. A su lado se encontraba un penitente con una caperuza que ocultaba sus ojos. Les extendió dos enormes velas aún humeantes y se esfumó como había llegado.

A Juan José le pareció que una carroza contenía la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que algún baúl lleno de plata perdido en el tiempo y el espacio y que buscaba unas manos que lo liberaran de su antiguo dueño. Ni cuenta se dieron cuando se quedaron dormidos, ni aún en el momento en que sus pies temblorosos los llevaron hasta sus casas de paredes blancas.

En San Juan Calle, las primeras beatas que salieron a misa los encontraron echando espuma por la boca y aferrados a las velas fúnebres. Cuando fueron a favorecerles comprobaron que las veladoras se habían transformado en canillas de muerto.

Fue así como, de boca en boca, se propagaron estos sucesos y los chicos fueron los invitados de las noches cuando se reunían a conversar de los sucesos de la Caja Ronca.